“Todos a un tiempo levantaron el látigo, dejáronlo caer sobre los caballos y los animaron con ardientes voces. Y éstos, alejándose de las naves, corrían por la llanura con suma rapidez: la polvareda que levantaban envolvíales el pecho como una nube o un torbellino y las crines ondeaban al soplo del viento.”
Y eso que, dejando aparte el desagradable incidente, había sido una carrera en toda regla, de las que hacen afición. Aunque un observador pop lo hubiera comparado con un episodio de los Autos locos por enmedio de la playa, sólo que sin la colaboración de Hanna ni Barbera, ni tan siquiera la de un motor de cuatro tiempos, ni mucho menos la participación de la maravillosa Penélope Glamour que, evidentemente, no tiene ningún parentesco con la esposa de Ulises y hubiera debido aguantar numerosas vejaciones machistas de los otros corredores, a no ser que se tratara de una diosa. Especialmente, teniendo en cuenta como se las gastaban los tipos. Y las deidades:
“la diosa, irritada, se encaminó al momento hacia el hijo de Admeto y le rompió el yugo: cada yegua se fue por su lado, fuera del camino; el timón cayó a tierra y el héroe vino al suelo, junto a una rueda; hirióse en los codos, boca y narices, se rompió la frente por encima de las cejas, se le arrasaron los ojos de lágrimas y la voz, vigorosa y sonora, se le cortó. El Tidida guió los solípedos caballos, desviándolos un poco, y se adelantó un gran espacio a todos los demás; porque Minerva vigorizó sus corceles y le concedió a él la gloria del triunfo. Seguíale el rubio Menelao Atrida. E inmediato a él iba Antíloco, que animaba a los caballos de su padre”.
La cosa no había sido un juego, sino que se lo preguntaran a Eumelo. Menudo guarrazo se había metido el tonto. Merecido lo tenía por eso de la voz “vigorosa y sonora”. A ver de que le serviría ahora con la frente rota. Fue tras el tortazo cuando se dilucidó la suerte de nuestro protagonista, el herido emocionalmente, que ahora recordaba en la meta el momento álgido de su actuación, cuando la adrenalina había corrido por sus venas en abundancia y el había estado a punto de irse al suelo.
“El Atrida temió el choque, y le dijo gritando: ¡Antíloco! De temerario modo guías el carro. Detén los corceles, que ahora el camino es angosto, y en seguida, cuando sea más ancho, podrás ganarme la delantera. No sea que choquen los carros y seas causa de que recibamos daño.”
Le había advertido, cual chófer experimentado esquivando a un peligroso grupo de niñatos de fin de semana, drogados hasta las orejas, conduciendo a toda castaña por una autopista. Pero los jóvenes hoy en día, como los de antes, a la suya, sin importarles un pito que la mala leche de los adultos está cuajada por años de sufrir las adversidades de la vida como las que él sufría y que le habían conducido a guerrear. Por eso, encabronado, tuvo que volver a gritarle, y con razón.
“¡Antíloco! Ningún mortal es más funesto que tú. Ve enhoramala; que los aqueos no estábamos en lo cierto cuando te teníamos por sensato. Pero no te llevarás el premio sin que antes jures.”
Sin embargo, su coraje había resultado en vano. El puto niño sabía cerrar huecos y no había habido manera de meterle el carro en la recta final. Y ahora estaba allí, junto a los que festejaban los triunfos con la jodida caldera entre sus manos.
“Diomedes llegó al circo, detuvo el luciente carro; copioso sudor corría de la cerviz del pecho de los bridones hasta el pecho, y el héroe, saltando a tierra, dejó el látigo colgado del yugo. Entonces no anduvo remiso el esforzado Esténelo, sino que al instante tomó el premio y lo entregó a los magnánimos compañeros; y mientras estos conducían la cautiva a la tienda y se llevaban el trípode con asas, desunció el carro a los corceles.”
Por eso, una oleada de rabia recorrió su cuerpo. Notó las miradas burlonas y el peso de los cuernos de Helena y, con la caldera todavía entre sus manos, gritó:
“¡Antíloco! Tú que antes eras sensato, ¿qué has hecho? Desluciste mi habilidad y atropellaste mis corceles, haciendo pasar delante a los tuyos, que son mucho peores. ¡Ea, capitanes y príncipes de los argivos! Juzgadnos imparcialmente a entrambos: no sea que alguno de los aqueos, de broncíneas lorigas, exclame: Menelao violentando con mentiras a Antíloco, ha conseguido llevarse la yegua, a pesar de la inferioridad de sus corceles, por ser más valiente y poderoso. Y si queréis, yo mismo lo decidiré; y creo que ningún dánao me podrá reprender, porque el fallo será justo. Ea Antíloco, alumno de Júpiter, ven aquí, y puesto, como es costumbre, delante de los caballos y el carro, teniendo en la mano el flexible látigo con que los guiabas y tocando los corceles, jura por Neptuno, el que ciñe la tierra, que si detuviste mi carro fue involuntariamente y sin dolo.”
No hay comentarios:
Publicar un comentario