domingo, 17 de febrero de 2008

CARROS

Todo el mundo sabía en el campamento porque estaban allí. Para decirlo suavemente, por su patética vida sentimental. Ya sólo faltaba convertirse en el hazmerreír de la tropa.

“Empezó por exponer los premios destinados a los veloces aurigas: el que primero llegara, se llevaría una mujer diestra en primorosas labores y un trípode con asas, de veintidós medidas; para el segundo ofreció una yegua de seis años, indómita, que llevaba en su vientre un feto de mulo; para el tercero, una hermosa caldera no puesta al fuego y luciente aún, cuya capacidad era de cuatro medidas; para el cuarto, dos talentos de oro; y para el quinto, un vaso con dos asas que la llama no tocara todavía.”

Y es que cualquiera que lo viera después de la carrera y no fuera una feminista combativa indignada con el hecho de que el cajón más alto de podio conllevaba “una mujer diestra en primorosas labores”, pensaría: ¿Qué coño iba a hacer él con la jodida caldera? ¿Acaso se creían que era una nenaza? ¿Que se dedicaba a las cocinitas en su tiempo libre? Yo al menos, el narrador, lo habría pensado. Y más teniendo en cuenta la jugarreta de ese jovenzuelo aconsejado por su padre antes de la salida.

“Levantóse mucho antes que nadie el rey de hombres Eumelo, hijo amado de Admeto, que descollaba en el arte de guiar el carro. Presentóse después el fuerte Diomedes Tidida, el cual puso el yugo a los corceles de Tros que quitara a Eneas cuando Apolo salvó a este héroe. Alzóse luego el rubio Menelao, noble hijo de Atreo, y unció al carro la corredora yegua Eta, propia de Agamenón, y su veloz caballo Podargo. [...] Fue el cuarto en aparejar los corceles de hermoso pelo Antíloco, hijo ilustre del magnánimo rey Néstor Nelida: de su carro tiraban caballos de Pilos, de pies ligeros. Y su padre se le acercó y empezó a darles buenos consejos, aunque no le faltaba inteligencia”.

¡Vaya un listo el crío de las narices! Menuda maniobra para salirse con la suya. ¡Qué imprudencia! Encima que estaban luchando en el mismo bando, que, como quien dice, eran del mismo equipo. Aunque basta recordar las jugarretas que se dedicaron Fernando Alonso y Lewis Hamilton durante la temporada 2007 del Campeonato del Mundo de Fórmula 1, para observar que polémicas así han ocurrido siempre. Y para ver que siempre hay un puto Néstor dispuesto a envenenar las cosas con sus “prudentes consejos”.

“Todos a un tiempo levantaron el látigo, dejáronlo caer sobre los caballos y los animaron con ardientes voces. Y éstos, alejándose de las naves, corrían por la llanura con suma rapidez: la polvareda que levantaban envolvíales el pecho como una nube o un torbellino y las crines ondeaban al soplo del viento.”

Y eso que, dejando aparte el desagradable incidente, había sido una carrera en toda regla, de las que hacen afición. Aunque un observador pop lo hubiera comparado con un episodio de los Autos locos por enmedio de la playa, sólo que sin la colaboración de Hanna ni Barbera, ni tan siquiera la de un motor de cuatro tiempos, ni mucho menos la participación de la maravillosa Penélope Glamour que, evidentemente, no tiene ningún parentesco con la esposa de Ulises y hubiera debido aguantar numerosas vejaciones machistas de los otros corredores, a no ser que se tratara de una diosa. Especialmente, teniendo en cuenta como se las gastaban los tipos. Y las deidades:


“la diosa, irritada, se encaminó al momento hacia el hijo de Admeto y le rompió el yugo: cada yegua se fue por su lado, fuera del camino; el timón cayó a tierra y el héroe vino al suelo, junto a una rueda; hirióse en los codos, boca y narices, se rompió la frente por encima de las cejas, se le arrasaron los ojos de lágrimas y la voz, vigorosa y sonora, se le cortó. El Tidida guió los solípedos caballos, desviándolos un poco, y se adelantó un gran espacio a todos los demás; porque Minerva vigorizó sus corceles y le concedió a él la gloria del triunfo. Seguíale el rubio Menelao Atrida. E inmediato a él iba Antíloco, que animaba a los caballos de su padre”.

La cosa no había sido un juego, sino que se lo preguntaran a Eumelo. Menudo guarrazo se había metido el tonto. Merecido lo tenía por eso de la voz “vigorosa y sonora”. A ver de que le serviría ahora con la frente rota. Fue tras el tortazo cuando se dilucidó la suerte de nuestro protagonista, el herido emocionalmente, que ahora recordaba en la meta el momento álgido de su actuación, cuando la adrenalina había corrido por sus venas en abundancia y el había estado a punto de irse al suelo.

“El Atrida temió el choque, y le dijo gritando: ¡Antíloco! De temerario modo guías el carro. Detén los corceles, que ahora el camino es angosto, y en seguida, cuando sea más ancho, podrás ganarme la delantera. No sea que choquen los carros y seas causa de que recibamos daño.”

Le había advertido, cual chófer experimentado esquivando a un peligroso grupo de niñatos de fin de semana, drogados hasta las orejas, conduciendo a toda castaña por una autopista. Pero los jóvenes hoy en día, como los de antes, a la suya, sin importarles un pito que la mala leche de los adultos está cuajada por años de sufrir las adversidades de la vida como las que él sufría y que le habían conducido a guerrear. Por eso, encabronado, tuvo que volver a gritarle, y con razón.

“¡Antíloco! Ningún mortal es más funesto que tú. Ve enhoramala; que los aqueos no estábamos en lo cierto cuando te teníamos por sensato. Pero no te llevarás el premio sin que antes jures.”

Sin embargo, su coraje había resultado en vano. El puto niño sabía cerrar huecos y no había habido manera de meterle el carro en la recta final. Y ahora estaba allí, junto a los que festejaban los triunfos con la jodida caldera entre sus manos.

“Diomedes llegó al circo, detuvo el luciente carro; copioso sudor corría de la cerviz del pecho de los bridones hasta el pecho, y el héroe, saltando a tierra, dejó el látigo colgado del yugo. Entonces no anduvo remiso el esforzado Esténelo, sino que al instante tomó el premio y lo entregó a los magnánimos compañeros; y mientras estos conducían la cautiva a la tienda y se llevaban el trípode con asas, desunció el carro a los corceles.”

Por eso, una oleada de rabia recorrió su cuerpo. Notó las miradas burlonas y el peso de los cuernos de Helena y, con la caldera todavía entre sus manos, gritó:

“¡Antíloco! Tú que antes eras sensato, ¿qué has hecho? Desluciste mi habilidad y atropellaste mis corceles, haciendo pasar delante a los tuyos, que son mucho peores. ¡Ea, capitanes y príncipes de los argivos! Juzgadnos imparcialmente a entrambos: no sea que alguno de los aqueos, de broncíneas lorigas, exclame: Menelao violentando con mentiras a Antíloco, ha conseguido llevarse la yegua, a pesar de la inferioridad de sus corceles, por ser más valiente y poderoso. Y si queréis, yo mismo lo decidiré; y creo que ningún dánao me podrá reprender, porque el fallo será justo. Ea Antíloco, alumno de Júpiter, ven aquí, y puesto, como es costumbre, delante de los caballos y el carro, teniendo en la mano el flexible látigo con que los guiabas y tocando los corceles, jura por Neptuno, el que ciñe la tierra, que si detuviste mi carro fue involuntariamente y sin dolo.”

Fuentes:
Ilíada, canto XXIII
Axtérix en los Juegos Olímpicos

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